sábado, 20 de febrero de 2010

José Manuel Briceño Guerrero: el pequeño arquitecto del Universo

«No sientas vergüenza por tu primer libro; en todo caso, avergüénzate del último»
Jonuel Brigue

Muy pocos compatriotas, fuera de nuestras exquisitas élites intelectuales, conocen de la existencia de este hombre. Su nombre habría resultado común en una escogencia al azar en el Almanaque “El Venezolano”, aquel inmenso pliego de papel impreso con el santoral, por el cual se orientaban nuestros padres en antaño para elegir cómo llamarnos, sino fuese porque su nombre es referencia universal entre los más grandes filósofos del siglo XX. Sus estudios sobre la condición humana, el lenguaje y el ser, se elevan a más de treinta títulos publicados; y su profundo cavilar filológico, su amor y terror de las palabras, lo llevó al aprendizaje, dominio y conocimiento de más de catorce idiomas, incluyendo lenguas clásicas como el sánscrito, hoy reducida a los sagrados ritos milenarios del Asia indoiránica. Se llama José Manuel Briceño Guerrero, y en ocasiones asume el heterónimo de Jonuel Brigue, abreviación de sus nombres y apellidos, e impronta de identificación en el mundo literario.

Nacido en Palmarito, estado Apure, el 6 de marzo de 1926, quien se convertiría en el políglota más culto e importante del país, transcurre luego en Barinas su infancia, y su educación primaria queda “bajo la severa vigilancia del bachiller Elías Cordero”, célebre educador barinés, recordado por sus rigurosos métodos de enseñanza. Allí conoce y comparte estudios con José Virgilio Zapata, un acre, honesto, austero e histórico personaje del Partido Comunista, con mucha vinculación en Portuguesa, apureño y profesor universitario como él. Ya de adolescente, en Barquisimeto, Briceño Guerrero culmina sus estudios de bachillerato. Se traslada a Caracas y en 1951, en el Instituto Pedagógico Nacional, a los 25 años de edad, obtiene el título de profesor de idiomas, cuyo ejercicio inicial “ …no fue tan feliz. Quizás se debe a que hablo bajito, pero no pude ejercer disciplina entre los muchachos… ”, como confesó años después. A partir de 1968, emprende largos viajes que lo llevarán por México, Estados Unidos, Francia, Alemania, España, Rusia, China e India, entre universidades e idiomas, entre el placer fonético de las palabras, entre el descifrar minucioso de sus signos.

Fiel a la promesa que se impone a sí mismo de no publicar absolutamente nada, sino en la víspera de sus cuarenta años, edad en la que prevé él haber obtenido ya una sólida cultura; es entonces en 1962 que, con la impresión de su primer libro «¿Qué es la filosofía?», comienza un formidable editar que no cesa y una maduración de las ideas, al buen estilo de los mejores vinos. En su pensamiento filosófico, destacan libros como «América Latina en el mundo», «El origen del lenguaje», «La identificación americana con la Europa segunda», «Europa y América en el pensar mantuano» y «Discurso salvaje», estos tres últimos fueron unidos y publicados en 1994, por Monte Ávila Editores, bajo el nombre de «El laberinto de los tres minotauros». Y en creación literaria, «Doulos Oukóon», «Triandáfila», «Amor y terror de las palabras», «El pequeño arquitecto del Universo», «Anfisbena. Culebra ciega», «Holadios», «Esa llanura temblorosa», «Matices de Matisse», «Trece trozos y tres trizas», «El diario de Saorge» y «Los recuerdos, los sueños y la razón». Sólo para despertar la curiosidad en el amigo lector dejo estos títulos de una larga lista, que de ponerlos todos me consumiría la totalidad del espacio del artículo.

Entre el 23 y 24 de abril de 1999, tres años después de habérsele conferido el Premio Nacional de Literatura, me correspondió, como asistente del área literaria del ICEP, organizar una ilustre e ilustrativa visita suya al estado Portuguesa, la primera de las dos únicas visitas oficiales que nos ha dispensado, en su largo y frondoso pensar como humanista. Posterior a esa fecha, en una hermosa poesía descriptiva de pueblo y tierra, prologa el libro de fotografías del chino Hernán Rivero, «Visión de Portuguesa», quien fuera nuestro fiel compañero de viaje en esos días, que sellaron una amistad que pervive pese a distancias, olvidos y ocupaciones. En aquella sesión especial, con motivo el Día del Libro y del Idioma, el Maestro José Manuel basó su discurso en esta copla anónima y realenga, de nuestros llanos:

¡Ah, malaya, quién pudiera,
con esta soga enlazar,
al viento que se ha llevado
lo mejor de mi cantar!


Y desmenuzó filológicamente la copla sabanera hasta verle los tuétanos en sus mágicos y enigmáticos signos. Diez años después, al ser homenajeado como la figura central de la Feria Internacional del Libro Venezolano, Filven 2009, vuelve sobre la copla, con renovadas cavilaciones, extrayéndole nuevos jugos, a su significado que dice muchas cosas a la vez.

Tenía mucho tiempo sin verlo, me lo encontré fortuitamente en Caracas, sin andarlo buscando, en esos diáfanos momentos que la vida nos depara para reafirmarla. Recordamos coplas, imágenes literarias, recomendaciones luminosas, como aquella que una vez me hizo sobre James Joyce, de que, para poder penetrar en las intrincadas brumas de «Ulises», primero debía leer «Los dublineses». Prometimos volvernos a encontrar. Confieso que en esta ocasión no pude arrancarle el secreto acerca de sí él era en realidad el pequeño arquitecto del Universo. Me sumergí de nuevo en las páginas de su maravilloso libro, tratando de buscar las claves implícitas entre su lúcida existencia con la del aquel empecinado fotocopiador que no encuadernaba un libro sin antes leerlo.

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