jueves, 10 de marzo de 2011

Monólogo público con mi maestra Miriam

Cuando nos hablen de transformación, debemos recordar que en su carácter etimológico es una acepción disyuntiva y nunca olvidar que el término destrucción es una de las dos opciones en que consiste. Con el vocablo cambio ocurre algo parecido y posee un mero significado de traslación. En política estoy enamorado de la palabra direccionalidad.


Miriam Biscardi de Ríos, mi maestra de tercer grado, de férrea dulzura y terrible honestidad, en su ilustre clase diaria, solía transmitirnos ejemplarizantes conceptos de ciudadano y de país, interesante tarea a largo plazo llevada a cabo, máxime aún por la escasa perceptibilidad de noción de cuarenta niños de ocho años de edad, aturdidos por el festín con excesos que resultó la bonanza petrolera de 1974. Inexorable, el tiempo fue pasando, entre crisis y luchas harto conocidas. Mas sin embargo, hoy día, en la soledad de la escritura, en esta modesta mesa de trabajo, a veinticuatro años de su bonita experiencia educativa, pienso que su misión realizada no se ha perdido, que no fue en vano, así el país tenga extraviado en algún lugar de la geografía el valor ciudadano y los ciudadanos hayamos reducido el patriotismo a la insulsez de la palabra hueca. Ojalá este monólogo público con usted sirva para que alguien se incorpore y lo convirtamos en diálogo o polémica, en grito tremebundo, en clamor escuchado. La sustancia de este escrito no es loa ni égloga, sino un pequeño reconocimiento para quien me enseñara la mágica belleza de las primeras letras, tampoco ¡y qué fortuna para ambos! una alabanza de “ocioso escribidor y compañerito de partido”, porque felizmente en política tenemos formaciones diferentes.

¿En qué momento empezó el derrumbe nacional? ¿O la nación ha existido como tal? ¿O somos nosotros mismos los derrumbadores que, cada noche, nos dormimos entre nuevos escombros de lo que no fuimos? ¿O aniquilamos una farsa con otra nueva farsa? ¿O quién nos asigna ese guión de náufragos supremamente tan real, que algunos hace tiempo lo creemos en serio? ¿O el poderoso de la trama tiene acaparados los salvavidas en tierra firme y en el script no aparece esta escena?

No es que me aferre a las últimas cinco sílabas de mi cédula de identidad cual xenófobo fan de un furioso larapeñista recién documentado en diferendos ni mucho menos al endulcir bobalicón del publicitario nacionalismo mercantil de lo nuestro es lo mejor, pero siempre vamos persiguiendo la caravana de un desastre, inclusive, encandilados y junto con los malos, contagiosos y contagiando, por calles empedradas de buenas intenciones. “Ésa es la muerte de las ideologías”, sentenció, juicioso, un muy querido pediatra sexagenario a quien profeso afecto, y yo, cuan obediente niño diagnosticado, guardé mis postulados de aspirante a comunista en el mejor sitio de la memoria donde se olvidan las cosas, presagié con vítores mis futuros aportes a la patria y coloqué el producto de mis lecturas al servicio de una nueva causa, que degeneró de fresco liderazgo discursivo a fraseología variopinta de ocasión, de gavilla sedienta a prolongación de lo anterior reinante. En mi caso, mi visión del mundo no funcionó. Mas no culpo a nadie ni me arrepiento de “mi carencia de análisis”, de “mi ceguera ante el signo de los tiempos”. Quizá, con sus características lógicamente particulares y con otras escenografías, le haya ocurrido en esencia lo mismo.

Ha habido enseñanzas muy duras, maestra. Y, por supuesto, años para digerirlas, asimilarlas y devolverlas al escenario social. En nombre del mapita ése, colgado en la pared izquierda del salón, que se me parecía a un pequeño elefante, con la trompa alzada y las patas traseras con franjas oblicuas, sigo orientando todos los actos de mi vida, como usted bien nos lo pidió, un buen día de esos en que se quiere como padre y se respeta como hijo. Probablemente se ha enterado que escogí el oficio de poeta y, a juzgar por las ruedas de tractor y los insecticidas agrícolas que rigen aquí la nobleza del trabajo, de antemano la disculpo si lo considera algo aventurero o trajín de vago. No he conocido otra manera de hacer efectivo mi aporte como ciudadano, distinción cuya única mácula en su haber fue ilusionar a otro ciudadano con la ilusión de convertir una esperanza en realidad. De todos modos esa misma ilusión me la vendí a mi mismo y estoy cargando con la raya dos veces.

Me recuerdo de usted en esta hora por varias razones, tengo días pensando en mis maestros, los voluntariosos, los amables, los enérgicos, tánto… que no merecían tánto olvido de mí; permítame la falta de consideración al sintetizarlos en usted. Hace poco me detuve frente a la escuelita nuestra, allí donde incineró su juventud en función de un país, y tuve que traerme los pedazos de corazón en la mano al verla en las humillantes ruinas donde agoniza. No quisiera que nuestro próximo encuentro sea cuando asistamos a su demolición. Me recuerdo de usted, también, porque deseaba contarle a alguien de respeto lo tormentoso de autoexiliarse durante nueve largos meses de silencio.

Si por lo pronto no se concreta en el país un proyecto realizable de direccionalidad en que enrolarme, en lo adelante trataré de mejorar mi distinción de ciudadano, como me lo inculcaron cuando apenas era un niño de ocho años de edad.



Publicado en el diario “Ultima Hora” del estado Portuguesa, el 26 de abril de 1998, pág 04, sección Opinión.